Para decirlo de manera más clara: hace mucho que el cine, en su aspecto puramente comercial, es complemento del pochoclo, y no viceversa. El cine ha dejado de formar parte de la industria del entretenimiento para convertirse en un apéndice de la industria gastronómica. El negocio del candy bar, que las cadenas de cine incorporaron a sus "combos" de venta presencial o por internet, es la única fuente real de sus ingresos; la única de la que son dueños de manera integral; al cine, en cambio, lo deben compartir con el distribuidor, y es el cine el que soporta la mayor cantidad de gravámenes. En los Estados Unidos, existen empresarios cinematográficos que, como negocio secundario, tienen campos de cultivo de maíz pisingallo, con el que se elabora el pop corn. Al exhibidor, aproximadamente, le queda alrededor del 18% del valor de la entrada, contra el 100% de lo que paga el público por el pop corn, el nacho con cheddar y la gaseosa. Allí no tiene socios. A veces, hasta se retrasa la venta de la entrada en boletería para vender los pochoclos, aunque el espectador termine ingresando a la sala con la película ya empezada si no compró desde su casa el boleto. La venta por internet también viene complementada con el balde de pochoclo y el combo, cuyas variedades están más especificadas que el género de la película y su sinopsis.
Las perspectivas se tornan más oscuras si se le suman los siguientes factores: desde el comienzo de la cuarentena, en marzo de este año, los cines no pagan alquiler a los shopping. Volver a abrir, y pagar nuevamente pero con un aforo de 50%, con suerte, sería empresarialmente ruinoso en un contexto donde faltan películas atractivas, o estas son estrenadas en simultáneo en plataformas. Además, las casas matrices de las principales cadenas exhibidoras con filiales en nuestro país, enfrentan una crisis terminal y no giran dinero. Las sucursales internacionales, aquí y en el resto del mundo, deben arreglarse por sus propios medios. Localmente, se está intentando pedir un ATP en 2021.
En este panorama, cuando los protocolos de seguridad exigen, como en el teatro, que el espectador permanezca la totalidad de la función en su butaca con el barbijo puesto, es decir, sin comer ni beber nada, ¿se sostendrá el negocio del cine? Los autocines empezaron a funcionar (aunque estén lejos de ser exitosos) porque, dentro del auto, se puede comer la comida que allí venden. No es el caso cuando el uso del barbijo es compulsivo. ¿Existirá la posibilidad de un cine sin pochoclo, necesidad impuesta en nuestro país por las cadenas estadounidenses desde que se instalaron hace 30 años, a medida que cerraban los cines tradicionales? Si el espectador de teatro puede ver una obra entera sin llevarse nada a la boca, quizás el de cine también logre hacerlo. Pero la ecuación es inversa: así como Daniel Barenboim se quejaba del público que tosía en un concierto, los dueños de los cines no soportan que el público no coma.
Fuente Ambito